Cuando le decimos a Dios: «¡Bien hecho!»
Te doy gracias, porque has hecho maravillas. Maravillosas son tus obras, y mi alma lo sabe muy bien. (Salmos 139:14 RVA-2015)
Una cosa tenemos clara: que Dios se merece nuestra alabanza y gratitud por hacer estupendamente bien Su trabajo. No hay duda de que una palabra de encomio nos levanta la autoestima; pero ¿acaso a Dios le hace falta eso? Siendo omnipotente y omnisciente, ¿qué necesidad tiene de que le recuerden Su grandeza? ¿Qué lo motiva entonces a desear nuestras alabanzas?
Sospecho que los mayores beneficiarios de la alabanza somos nosotros. Nos hace bien oírnos alabar a Dios. Se me ocurren por lo menos tres razones para no dejar de hacerlo.
La primera es que la alabanza nos ayuda a ver las cosas objetivamente. Nos recuerda nuestras limitaciones y debilidades humanas, así como el poder de Dios y Su benevolencia para con nosotros.
Eso nos lleva a la segunda: la alabanza nos encauza por la senda del optimismo y nos hace ver las cosas positiva y favorablemente. Eso es importante, toda vez que no podemos ni empezar a confiar en Dios hasta que comprendamos que con la ayuda divina ningún obstáculo es insalvable.
La tercera es la mejor, y es que la alabanza nos pone en amorosa comunión con el Creador, cuyo conocimiento es la vida eterna. He ahí el sentido de la vida, la razón por la que Él lo hizo todo, Su finalidad última y el deseo que tiene diariamente con respecto a nosotros. Ese es el aspecto en el que gana Él y ganamos nosotros. Cuando le decimos a Dios: «¡Bien hecho!» con sinceridad y pensando en lo que le estamos diciendo, ¡nos labramos un trocito de cielo en la tierra! —Keith Phillips [1]
Es en el proceso de ser adorado cuando Dios comunica Su presencia a los hombres. —C.S. Lewis
[1] Conéctate El camino a la felicidad