Espíritu Santo, parte 5: La presencia de Dios en nuestras vidas

No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. (Efesios 4:30 RVR95)

Los cristianos somos privilegiados por cuanto el Espíritu Santo mora en nosotros. Se nos ha concedido el honor de que nuestro cuerpo sea templo del Espíritu Santo, de contar con la presencia de Dios en nuestra vida.

Si bien el Espíritu de Dios está presente en nuestra vida, el grado en que se manifieste esa presencia depende de nosotros personalmente, de cuánto nos abramos a la influencia del Espíritu. El Antiguo Testamento habla de individuos, como Sansón y Saúl, que disfrutaban de la presencia e influencia del Espíritu Santo, pero cuyos pecados hicieron que el Espíritu se apartara de ellos.

En el Nuevo Testamento se nos exhorta a no entristecer al Espíritu Santo ni apagarlo. La palabra griega que emplea Pablo que se tradujo como apagar es “sbennumi”, que significa extinguir, suprimir, sofocar. Pablo les advirtió que no hicieran eso con la acción del Espíritu Santo, tanto la que tiene lugar en ellos como la que se produce por medio de ellos.

Son muchos los beneficios que obtenemos de que el Espíritu Santo participe activamente en nuestra vida. El Espíritu Santo ejerce una influencia positiva en nosotros; aumenta nuestra eficacia como testigos; nos ayuda a atender mejor espiritualmente a los demás; nos hace actuar más a tono con Dios; nos ayuda a resistir el mal y el pecado, y nos convierte en tabernáculos o moradas para Dios, de manera que los demás lo vean en nosotros y se sientan atraídos a Él. El «don del Padre» que se nos ha concedido es el inapreciable obsequio de contar con la presencia de Dios en nuestra vida. Qué honor. —Peter Amsterdam [1]

Oh Espíritu Santo, desciende abundantemente a mi corazón. Ilumina los rincones oscuros de esta morada descuidada y esparce allí Tus alegres rayos. —San Agustín

[1] Áncora La obra del Espíritu Santo en nuestra vida

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