Siempre puedo mejorar

No es que ya lo haya alcanzado, ni que ya sea perfecto, sino que sigo adelante, por ver si logro alcanzar aquello para lo cual fui también alcanzado por Cristo Jesús. (Filipenses 3:12 RVC)

Hace poco llegué a una conclusión total y absolutamente prosaica: que no doy la talla, que no soy tan bueno como quisiera. Desde luego sé que en esta vida nadie puede llegar a ser todo lo bueno que aspira a ser.

Así pues, reconociendo esta realidad, determiné que debería mejorar. Que podría hacerlo y que lo haría. Ese fue el propósito que me hice a mediados de año. Resolví que durante un mes sería tan perfecto como me fuera humanamente posible.

Todo empezó magníficamente. Lavé la vajilla cada noche. Me mordí la lengua cada vez que alguna palabra impura o de enojo me brotara a los labios, independientemente de quién creyera yo que tuviera la razón. Asistí puntualmente a todos los eventos programados. Con frecuencia se me veía limpiando y ordenando.

Todo lo anterior me duró casi dos semanas. A esas alturas, como suele pasar, el desafío fue perdiendo brillo. Así empecé a desviarme de mi senda de rectitud. Hablé airadamente una vez, luego dos. Para entonces me di cuenta de que no había logrado cumplir mi propósito. Lo que siguió fue un desistimiento absoluto. ¿Qué importaría? Como podrán darse cuenta, mi perfecto mes dejó mucho que desear.

No obstante, al fracasar en el intento aprendí importantes enseñanzas que me quedarán grabadas por mucho tiempo, me ayudaron a crecer y —¿me atrevo a decirlo?— a mejorar. No tengo que ser perfecto para mejorar. Ni siquiera tengo que ser mejor para hacer mejor las cosas. Simplemente debo estar atento a ese silbo apacible y delicado de Dios y estar dispuesto a escuchar y aprender. Jamás podré ser perfecto, pero siempre puedo mejorar.

La perfección no consiste en realizar cosas extraordinarias, sino en hacer cosas ordinarias extraordinariamente bien. —Marie Angelique Arnauld (1591-1661)

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